Marott Hottum

 
—No podemos desobedecer al rey.
 
Mi esposa intenta convencerme para que acceda a acatar la locura del hombre al que sirvo.
Pero no puedo obedecer semejante orden. No puedo ni debo. Y tengo una razón que supera cualquier lealtad.
La honestidad.
 
—Nadie debe rebelarse contra la soberanía. Nadie —miro los ojos violeta de la mujer a la que amo,
a la madre de mis hijos,
y solo veo preocupación.
 
Tiene miedo, al igual que todos los súbditos del rey. Pero yo no.
No hay temor con la verdad como espada.
Ella es mi defensa. Y siempre lo será.
 
 
 
Me acerco a mi esposa y envuelvo sus manos entre las mías. Quiero que entienda que no debemos arrastrar a nuestro pueblo a una guerra civil por culpa del deseo alocado de un rey. Un hombre que ha perdido la dignidad en el momento en el que decidió ocupar el lugar que no le corresponde.
 
Ninguno de mis hombres morirá a causa de su demencia. Una demencia provocada por sus ansias de poder.
Tampoco quiero creerme mejor que él, porque entonces miraría al otro por debajo de mis ojos, y así es como empieza la dureza del corazón. Y con ella la pérdida de la razón.
 
Guio a mi esposa hasta el balcón de nuestra alcoba. Señalo el cielo recubierto de estrellas. La tormenta ha cesado y la misericordia de las nubes ha permitido que esas pequeñas esferas de luz muestren su esplendor.
 
—¿Ves las estrellas? —le pregunto sin mirarla. Sé que ella me observa—. No tienen miedo de regalarnos su brillo. Podrá llover. Podrá nevar. El huracán arrasará el cielo y hasta el sol las intentará doblegar —hago una pausa para mirarla. La esperanza vuelve a brillar en sus ojos—. Pero cuando la mayor oscuridad inunda el firmamento, ellas se mantienen impasibles. Porque mientras defiendan la verdad de su esencia, jamás serán derrotadas.
 
Marott Hottum