Amo este sonido. Es similar a la voz de las brasas. Parecido al prematuro canto de los pájaros;
el engurruñar de las hojas del libro entre mis manos.
Las paso con delicadeza, disfrutando de su crujir. Un quejido dichoso de ser leído.
A mi alrededor se alzan estantes tan altos, que hace falta varios metros de escalones para alcanzar las repisas que rozan la cúpula sobre mi cabeza.
La cantidad de libros y manuscritos que sopesan cuentan tantas historias como estrellas en la galaxia. Muchos de ellos son reliquias, tesoros dignos de estudiar,
portadoras de las piezas de un puzle tan inmenso como el universo.
Yo soy su Guardián. Protejo sus misterios como su ubicación. Nadie accede ni desaparece de ésta gigantesca guarida sin que yo lo sepa.
Pliego todas las hojas de nuevo y cierro el tomo que sostengo. Se lleva su aroma primitivo consigo.
Me levanto y asciendo por las escaleras hasta el lugar que le corresponde. Lo coloco en su sitio y acaricio su lomo.
Es rugoso y el dibujo de un sol escarlata sobresale de la corteza de cuero.
Sonrío y vuelvo sobre mis pasos.
He oído que varias tribus han comenzado a rebelarse. Algunos dicen que es pura casualidad. Pero yo no creo en el azar. Algo ha cambiado desde la noche en la que el
último astro ardió en el firmamento. Algo que nadie, ni siquiera yo, puede explicar.
Las palabras que he vuelto a leer me reafirman como tantas veces la gran verdad de los planetas que he visitado, de las almas que nacen y de la lluvia que empapa la
tierra.
No somos dueños de nuestro destino. No podemos luchar contra él. Ni siquiera podemos cambiarlo.
Pero hay algo qué sí podemos hacer; alzar la cabeza, mirar al frente, sentir con la piel, meditar con el corazón, y decidir con la razón.
Acoger el destino que nos espera con la certeza de que existe una razón más allá de nuestra imaginación.
Imagen adquirida en el buscador de google.
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